lunes, 13 de octubre de 2014

Soledad

Ayer me encontré con la Soledad. De frente. Sin buscarla. En lo más profundo de mí, Ella, ayer, me besó. No había tenido la oportunidad de verla bajo palio en la calle. Sí muchas veces en su Iglesia. Por las mañanas. En momentos de menos de 10 minutos, donde poder arrodillarme y decirle, 'Madre aquí me tienes'. 'Ayúdame'. Tú sabes cuándo y cuánto he acudido a ti, Soledad. Y en los momentos de ti, en los momentos de vacío, es cuando más haces falta tú, Soledad. Porque con la Soledad, nunca se está solo. Es una sensación diferente. Distinta. Salía la Madre de Dios, sí, pero en la tarde de ayer, Ella estaba a mi lado. No me pregunten por qué. Pero así lo sentía en mi corazón. Un corazón apagado que iluminó por esos instantes el rostro compungido de la Soledad. Y volví a sentir esa compañía, esa tranquilidad, esa pausa. Ese todo. Soledad. Y no había palio, ni candelería, ni gente, ni bambalinas, ni manto. Solo estabas Tú, Soledad. Y en mi corazón tocado por tu gracia, tocaste los hilos sensibles de un amor ausente, Soledad. Mi compañera, siempre compañera en mis ratos solos, Soledad. Sin saberlo, Tú eras lo que andaba buscando, Soledad. Y mi alma, ante tal detalle de grandeza, solo pudo darte cariño, Soledad. Y mis lágrimas, rociaban los ojos empañados de tu mimo Soledad. Y recuerdo ese momento, y no hay quien pare mi llanto Soledad. El agradecimiento es eterno, Soledad. Cuanto más solo me sentía, más estaba Tú presente Soledad. Y sentí esa misma compañía de Cristo en Taizé, Soledad. Esa tranquilidad y sosiego Soledad. Y te ibas para tu Iglesia, Soledad. Y una lágrima cruzó mi rostro, Soledad. No quería que te fueras Soledad. No quería que me soltaras, Soledad. Como aquella marcha, en la esquinita de San Marcos. Soledad, dame la mano, y llévame contigo, Soledad.